La isla negra
Todo
empezó una noche en la que se fue al traste la vida que yo había forjado (y algo más importante comenzó). Fue en un bar, en el pacífico. Me senté junto a la barra. Había un busto de algún militar olvidado sobre el que las moscas dejaban sus secreciones. Alguien le había puesto un gorro de navidad, aunque estábamos a mediados de septiembre. En el bar de Tarro ya me conocían y me habían endosado el apodo de "el mugrete desangarillado". No me malquerían, me daban ron, me hacían cantar y me daban pésimos consejos sobre mujeres (yo no lo sabía, las prostitutas del lugar me decían que eran pésimos). Cuatro o cinco mesas mal puestas en desorden, una barra pequeña y más gente de la que en verdad cabía, era todo lo que el bar de Tarro tenía. En las pausas en que los marineros dejaban de tocar para atragantarse de ron, llegaba desde algún lugar de la noche el ruido del choque de los barcos en el atracadero. Adentro vivíamos envueltos en murmullos, en el tintineo de las copas, en el siseo de los zapatos arrastrando arena en una baldosa siempre mugrienta y en los escupitajos de los cantantes antes de reanudar la música. Resulta que hacía varias noches, una de aquellas mujeres, harta quizá de recibir besos de bocas desdentadas y eyaculaciones apresuradas de cuerpos sucios, me miraba con interés y me hacía preguntas sobre mi extraño peinado (para disimular mis tentáculos, me los agarraba con una banda atrás y me ponía un enorme gorro con los colores de Jamaica). En un rincón, un viejo, el viejo Wolfgang, colosal y del color de la noche, callaba y bebía con la sonrisa maliciosa del que sabe más y dice menos. Todos lo respetaban, y no había pieza que tocaran sin su aprobación. Por lo demás, él no tomaba muy en serio esas zalamerías, sólo les seguía la corriente, pues tratar de mostrarse modesto habría sido quizá una exhibición de soberbia. Esa noche, aquella mujer, que se sabía todas las canciones de los marineros en todos los idiomas, se había sentado a mi lado y estaba ya inclinándose demasiado hacia mí. Sus manos, en las que tintineaban unas pulseras baratas, empezaron a acariciar mis muslos. Yo temblaba. Estaba excitado, claro, pero demasiado asustado. Si yo fuera como un hombre normal, creo que no me habría preocupado. Pero eso que tengo entre las piernas empezó a serpentear, desesperado, y justo cuando ella posó su mano sobre mi pantalón, mi hectocótilo trató de enroscarse en su muñeca. Ella dio un alarido, horrorizada, y saltó hacia atrás, derribando una mesa completa y mostrando unos calzones rojos en la caída.
Sobra decir que correr no es mi fuerte: soy cojo de nacimiento. Sin embargo, en medio de la confusión y de la algarabía, y mientras la mujer trataba de explicar a los gritos lo que había pasado, logré escurrirme pegado a la pared y alcancé a salir al frío de la noche. Empecé a caminar rápido pero sin correr, con la intención de alcanzar el muelle. Estaba lloviendo y mis pies y el bastón se hundían en el lodo de las calles sin pavimentar. Al frente venían unos pescadores cantando a gritos, sin tocar la guitarra que uno de ellos llevaba en la mano. No tenía de qué preocuparme, pues ellos no sabían nada, pero a mi espalda, en la puerta del bar, se agolpó una muchedumbre que gritaba para que no me dejaran escapar. Entonces los que venían cambiaron su actitud de fiesta y sacaron sus cuchillos. Tenía cerrado el paso hacia el muelle. Empecé a correr hacia la izquierda por un callejón, perseguido por gritos, luces de linternas y fierros de destazar tiburones. Aproveché los recovecos y los giros de las calles, pero por desgracia el muelle no es infinito (o no de la forma que yo necesitaba), y a medida que avanzaban los minutos la turba empezaba a sacudirse el estupor y a planear con claridad una estrategia. Escondido bajo unas escalas, los oí confabular: hicieron varios grupos y los mandaron por todos los flancos posibles. Me tenían acorralado. Entonces oí un "pss-pss" y adiviné en la oscuridad una puerta abierta. Decidí que era preferible esa opción a la de los marineros furiosos. Entré a un lugar caliente y oscuro, sin poder ver nada. Sólo oí un shhh, y me quedé muy quieto. Luego un susurro me indicó que lo siguiera en las tinieblas. No supe que era Wolfgang porque nunca lo había oído hablar. Pero sí: era él.
Sobra decir que correr no es mi fuerte: soy cojo de nacimiento. Sin embargo, en medio de la confusión y de la algarabía, y mientras la mujer trataba de explicar a los gritos lo que había pasado, logré escurrirme pegado a la pared y alcancé a salir al frío de la noche. Empecé a caminar rápido pero sin correr, con la intención de alcanzar el muelle. Estaba lloviendo y mis pies y el bastón se hundían en el lodo de las calles sin pavimentar. Al frente venían unos pescadores cantando a gritos, sin tocar la guitarra que uno de ellos llevaba en la mano. No tenía de qué preocuparme, pues ellos no sabían nada, pero a mi espalda, en la puerta del bar, se agolpó una muchedumbre que gritaba para que no me dejaran escapar. Entonces los que venían cambiaron su actitud de fiesta y sacaron sus cuchillos. Tenía cerrado el paso hacia el muelle. Empecé a correr hacia la izquierda por un callejón, perseguido por gritos, luces de linternas y fierros de destazar tiburones. Aproveché los recovecos y los giros de las calles, pero por desgracia el muelle no es infinito (o no de la forma que yo necesitaba), y a medida que avanzaban los minutos la turba empezaba a sacudirse el estupor y a planear con claridad una estrategia. Escondido bajo unas escalas, los oí confabular: hicieron varios grupos y los mandaron por todos los flancos posibles. Me tenían acorralado. Entonces oí un "pss-pss" y adiviné en la oscuridad una puerta abierta. Decidí que era preferible esa opción a la de los marineros furiosos. Entré a un lugar caliente y oscuro, sin poder ver nada. Sólo oí un shhh, y me quedé muy quieto. Luego un susurro me indicó que lo siguiera en las tinieblas. No supe que era Wolfgang porque nunca lo había oído hablar. Pero sí: era él.
No lo
descubrieron y desde luego nadie sospechó de él cuando salió del callejón, se
paró frente a la turba y levantó un brazo para señalar el norte. Una vez se
habían ido todos, salí del escondite y salté al mar. Antes de sumergirme, me
quité la ropa para que no me estorbara (los únicos seres que he visto vestidos
en las profundidades, son los buzos y una que otra pudorosa sirena). Desde
entonces, varias veces a la semana, nos encontrábamos el viejo y yo en el
muelle húmedo y oscuro, en las noches sin luna, para intercambiar historias:
él, sobre su mundo de altamar, y yo, sobre las maravillas del fondo del océano.
Él se sentaba en el borde del muelle y dejaba colgar las piernas,
balanceándolas a veces, mientras le sacaba lamentos a un acordeón, y a duras
penas lograba ver mi cabeza flotando en un mar negro. Al principio (sobre todo
después de la persecución) yo no salía y me quedaba flotando y mirándolo desde
el mar, pero de pronto, sin saber cuándo, me vi pidiéndole ropa para poder
sentarme a su lado y poder beber las músicas y las historias que (según él
mismo) eran las que en verdad lo habían hecho viejo mientras lo arrugaban los
años. Jamás se quitaba su pipa de la boca como no fuera para echarle una nueva
picadura. Estaba encorvado como un gancho, con unos copos de nieve crespa en su
cabeza, y cantaba cada canción con una voz distinta pero suya, como si una
multitud habitara en su garganta. Wolfgang no tocaba muy bien, porque tocar
bien no es cuestión de talento, sino de mera aplicación, y eso era algo que a
su edad lo tenía sin cuidado. Hasta entonces, mis ejercicios musicales se
habían reducido a cantar borracho para un grupo de borrachos (ejercicios
gratos, desde luego). Pero el viejo Wolfgang, con su andar cansado, me mostró
de qué estaban hechas las canciones con las que las prostitutas condescendían
al llanto, o qué truco había en las tonadas que se adherían a la mente a veces
hasta lo empalagoso, o el poder fuerte y sencillo de hilar dos acordes en una
melodía sabia. De él aprendí que un acordeón es un instrumento que tiene
caprichos de amante histérica.
El viejo
Wolfgang era un hombre solitario. Yo era su único amigo, y una viuda con la que
a veces ejercía una galantería desenfadada de viejo. La visitaba y le llevaba
la pesca del día, y la mujer se encargaba de prepararla y de venderla en un
restaurante sobrevolado por las moscas. Gracias a eso ella podía sobrevivir. Se
llamaba Osiris, como la deidad egipcia, y su cuerpo ya un poco abultado era
como una ciudad imponente en ruinas: uno podía percibir cuán bella había sido.
Osiris se contoneaba, casi siempre cantando algo alegre, y el viejo la miraba
desde unos ojos remotos y agradecidos. Ella era el día, y él la noche. Nunca
hablaba de ella: era como un tesoro que no quería mancillar de palabras.
Tampoco se fueron a vivir juntos, "para saborear mejor el pecado",
decía él.
El día
que ella murió, Wolfgang fue al funeral vestido de blanco. Luego asistió a su
cita conmigo puntualmente. Al final del encuentro (él nunca lo vio como una
clase), cantó Summertime. Sólo entonces lloró. Lo hizo sin pudores y sin
orgullo. No recuerdo haber oído un canto más bello que el suyo aquella noche.
Después tocamos un aire francés en el acordeón (en los puertos se aprende que
todos los países son nuestra patria). Fumé de su pipa. Ese día le dije a
Wolfgang mi verdadero nombre. Pocos lo saben y, por supuesto, no es Pulpomán.
Una
noche llegué al muelle nadando entre sargazos y abriéndome paso en la oscuridad
de la vegetación marítima, y entonces, justo antes de asomar mi cabeza a la
superficie, escuché el ruido de un chapuzón y vi un bulto que se hundía lento y
silencioso, dejando una estela de burbujas diminutas que salían del aire de la
ropa. La luna iluminaba las burbujas, era muy bello. A pesar de la luna llena,
tuve que acercarme por completo para saber que era una persona. Cuando le di la
vuelta encontré la cara de Wolfgang. En sus ojos abiertos no había miedo, sino
una tristeza insondable como el mar. Yo hubiera querido saber qué estaba
pensando, o qué recuerdos habían acudido a su partida de este mundo. Sólo
entonces vi también la estela de sangre que le manaba del vientre y se
confundía con la corriente. Era como la tinta que soltamos los pulpos en el
agua oscureciéndolo todo. No tardarían los tiburones, pero no podía salir con
él cerca de ahí (quizá sus asesinos seguían merodeando), de modo que me lo
llevé un poco más lejos... en mis entrañas sentía un nudo de víboras.
De haber
sido una muerte clásica, aburrida, en un lecho sin gracia, lo habría dejado ir.
Pero la muerte infame que le quisieron dar (y que él habría considerado
gloriosa) no me dejaba alternativa: lo llevé al golfo donde habitaba una tribu
de renegados de otras tribus caníbales. Sabían cosas. Salí del mar con Wolfgang
en brazos. Sus ojos ya no estaban abiertos, chorreaba sangre con agua y el peso
de la muerte había empezado a dificultar aún más mi renquera. Vi una fogata
cerca a la playa. Allá estaban los miembros de la tribu reunidos entre
tambores, saltos y plumajes. Tan pronto como lograron definir mi figura en la
oscuridad, se prosternaron ante mí (después supe que para ellos el pulpo es un
animal sagrado… durante un tiempo me tuvieron por un dios, pero esa es otra
historia). Dejé a Wolfgang en el suelo, junto al fuego, y ellos entendieron. El
chamán, pesado, redondo y tuerto, tomó unas semillas y las puso en las heridas
del vientre. Su cara pintada parecía la de un pez globo por los reflejos del
fuego. Cubrió el cuerpo con una ligera capa de tierra mientras murmuraba
oraciones en su lengua. Finalmente lo acostaron en una balsa con cuatro
antorchas y lo soltaron a la deriva en el mar. Se fue metiendo mar adentro,
noche adentro, hasta perderse muy lejos.
No mucho
tiempo después, empezaron a oírse cuentos de marineros sobre una isla que tenía
la forma de un hombre. Las semillas del chamán crecieron hacia arriba en una
vegetación frondosa y hacia abajo en unos juncos que se aferran al suelo,
se alimentan de él y lo sueltan. Que está viva esa isla, dicen, y que viaja por
los cinco continentes. Alguna vez di con ella, pero esa es otra historia…