La fiesta del avestruz
Ella –la Mujer Camaleón– estaba al otro lado de la Maloka, que es como decir que estaba al otro lado del universo. A su siniestra callaba, descomunal y desdeñoso, el semidiós de sonrisa huraña que cada noche reclamaba el olor de sus secretos y le hacía crujir los huesos. Unos diez pasos me separaban de ella. Esta es la historia de esos diez pasos en una fiesta: la fiesta del avestruz.
Recuerdo que el pecho me vibraba con los golpes de los tambores. Al principio, todos llegamos con nuestros disfraces y máscaras. Aunque ya todos recelábamos que la verdadera naturaleza de cada uno era monstruosa, parecimos decidir en silencio que jugaríamos a ser humanos mientras entrábamos en la fiesta. Pero el calor del fuego que ardía en la mitad del lugar y en torno al cual se encendían las danzas comenzó a derretir los disfraces o a hacerlos intolerables, y el sabor de ese otro fuego que exalta las entrañas y alegra los corazones nos persuadió a abandonar el miedo. Primero empezaron a verse algunas colas (todos fingimos ignorarlas); luego algunas garras (algunos intercambiaron miradas, hicieron guiños); por último los picos, los ojos malignos, los cuernos, las escamas (ya un placer casi morboso fulguraba en las miradas).
Esa noche, mientras me tomaba un trago que dejaba un ligero sabor a jengibre en la boca y mientras el fuego me arrojaba las sombras extrañas de los monstruos que bailaban, sentí a mi espalda (nítido a pesar de los tambores) un susurro que me estremeció. Esa voz era demasiado conocida para mí, la voz aflautada y empalagosa de quien hacía varios días venía perfilándose como mi próximo tormento: era la Mujer Camaleón. Estuvo a mi espalda sólo dos segundos, me dejó en el oído una insinuación y volvió a la siniestra de su enorme semidiós. En vano busqué con la mirada a un testigo: nadie se dio cuenta, todos andaban atareados en la comida, en la bebida, en el baile, en el sudor. Los movimientos certeros y la habilidad mimética de la Mujer Camaleón le ayudaron a fundirse con el entorno. “Lamerás la miel de mi jardín: me lo ha dicho la luna”, había soltado en mi oído. Un terror de delicia anidó en mis entrañas. El calor aumentó. ¿Qué debía hacer? La respuesta era simple y, desde luego, fatal: esa noche yo tendría que cumplir con la profecía que me había revelado y buscaría lamer hasta la saciedad “la miel de su jardín”. Aquí conviene diferenciar las habilidades de la Mujer Camaleón con las mías. Yo también puedo mimetizarme con mi entorno para pasar desapercibido, como muchos
otros animales, lo cual es simple disimulo; sin embargo, tengo una capacidad adicional, esta sí ontológica: me puedo transformar casi en cualquier cosa. Puedo ser (y he sido) un mudo pez, un ser humano, la llama del fuego, la sangre en tus venas, la mujer que amas, el árbol sobre el que juegan los niños, la nube que descarga la lluvia sobre ese árbol, esa lluvia, un pájaro…
Créeme lector: transformarse en un objeto o en una persona no es imposible. Existen tres rutas para lograrlo. La primera es la brujería: nada vale el costo exagerado de ese método y te aconsejo que nunca lo pagues. La segunda es hipotética y sólo sería posible para una inteligencia infinita: habría que comprender a cabalidad, hasta el último átomo, la naturaleza del ser en el cual nos hemos de transformar (no he conocido a nadie con esa capacidad). La tercera es la que podemos llevar a cabo y es una magia que sí recomiendo: debemos intuir a la persona o cosa en la cual nos queremos transformar. Intuirla, presentirla, degustarla. Eso basta.
Diez pasos desde mi punto hasta donde estaba la Mujer Camaleón junto a su coloso. Muchas cosas poblaban esos diez pasos: mesas con zapotes, aguacates y frutas de otros mundos, mesas con bebidas perfumadas en el infierno, mesas con monstruos (muchos monstruos), el fuego alrededor del cual los bailarines sostenían el cosmos con sus pasos de baile mientras el aire palpitaba de tambores y acordeones. Como el relato es breve y mi ocio es largo, perderemos unos minutos para improvisar un par de líneas sobre algunas de las fieras en las que me transformé.
Caminé sigiloso y me senté junto al Mono Aye-Aye. Pequeño, cínico, bribón, encantador. Cuenta la leyenda que alguna vez dio un orgasmo sólo con un beso a una paloma frígida mientras usó sus cuatro patas libres para dar placer clandestino a una caracola, a una araña, a un alacrán y –lo que acaso sea más misterioso– a una humana. Cuando en una fiesta veía a alguien que cometía la indiscreción de ser una hembra, olvidaba que el universo ofrecía millones de actividades distintas a esa que se encajaba justo en la mitad de su perversión. Se creía incapaz de lidiar con el compromiso; lo que acaso ocurría era que le aterraba lidiar con el dolor. Había llegado a la fiesta balanceándose entre matorrales y ahora estaba sentado frente al fuego, abanicándose con sus enormes orejas y bebiendo algo que casi era candela. No estaba tranquilo, por supuesto: sentado en una de las mesas con frutas extrañas, comía casi sin darse cuenta mientras estudiaba su entorno para emprender la cacería. Fui ese mono, fui su reflejo, y nadie me notó.
Luego pasé a otra mesa, la del Tucán Intelectual, quien tenía una capacidad infalible para elegir a la hembra capaz de enajenarlo y de aniquilarlo (la especie era lo de menos). Y si ella sola
fallaba en hacerlo, él se las arreglaba para convertirla, gradual y sutilmente, en su anhelado infierno. Sus hembras desiguales siempre tuvieron un rasgo en común: todas miraban a algún punto del abismo. Él creía que las salvaría y en el proceso siempre era él quien terminaba por caer. Llegó a la fiesta del avestruz con un ala rota de su última caída, y dispuesto a salvar a alguna hembra atormentada. Pese a reprobar los actos del Mono Aye-Aye, acababa por imitarlos: no parecía un hombre dueño de sus decisiones, era como si su destino actuara por él. La selva jamás vio un ser de mayor lealtad que el Tucán. Se sentó en la mesa que tenía las bebidas de azufre, no porque persiguiera la locura sagrada de la ebriedad, sino porque justo allí era más fácil encontrar a una de sus hembras malditas. Fui ese Tucán, fui su reflejo, y nadie me notó.
Había también un avestruz con migraña capaz de perforar y hacer sangrar los oídos de quienes escuchaban sus gritos, y con el anhelo de encontrar a un macho capaz de soportar sus golpizas; acaso si alguien le hubiera ofrecido un poco de ternura, eso habría bastado. Fui ese avestruz, fui su reflejo, y nadie me notó.
Un mapache, una morsa, un puercoespín que había adquirido cada espina en una batalla de amor, una bruja que llevaba del cabestro a su alce, aguacates, zapotes, limones y tomates… fui todo eso, fui su reflejo, y nadie me notó. Esa noche fui todo, porque quería tocar a la Mujer Camaleón. Pero cuando terminé de andar esos diez pasos casi infinitos y llegué al lugar, ya ella no estaba ahí. Había bajado las escalas que conducían a las cuevas subterráneas destinadas al amor clandestino y al amor mercenario. También yo bajé esas escalas. Pese a los tambores que llegaban desde arriba, no fue necesario esforzarme para escuchar cómo crujían la cama y los huesos de la Mujer Camaleón, cómo suspiraba cuando hurgaban en sus secretos y en su olor, cómo salía un ligero vapor de debajo de la puerta. Tomar una decisión es desechar un millón, irreal lector. Las razones de esa decisión casi nunca están claras, y en este momento no se me han revelado (podría ensayar varias hipótesis, pero no es el propósito de este relato). Así pues, esto fue lo que hice: me transformé en pulga para que nadie me notara, pasé por debajo de la puerta, entré a la cueva húmeda y oscura sofocada de gemidos, me paré en el hombro de la Mujer Camaleón y mientras ella llegaba al éxtasis yo bebí de su sangre caliente hasta la saciedad, hasta la ebriedad, hasta mi propio éxtasis. Podría acabar aquí la historia de esa noche, pero la acabaré en la siguiente línea (dejo al lector las elucubraciones).
Ella me miró. Me reconoció. Sonrió.
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