jueves, 11 de junio de 2015

La Fiesta del Avestruz

La fiesta del avestruz

Ella –la Mujer Camaleón– estaba al otro lado de la Maloka, que es como decir que estaba al otro lado del universo. A su siniestra callaba, descomunal y desdeñoso, el semidiós de sonrisa huraña que cada noche reclamaba el olor de sus secretos y le hacía crujir los huesos. Unos diez pasos me separaban de ella. Esta es la historia de esos diez pasos en una fiesta: la fiesta del avestruz.
Recuerdo que el pecho me vibraba con los golpes de los tambores. Al principio, todos llegamos con nuestros disfraces y máscaras. Aunque ya todos recelábamos que la verdadera naturaleza de cada uno era monstruosa, parecimos decidir en silencio que jugaríamos a ser humanos mientras entrábamos en la fiesta. Pero el calor del fuego que ardía en la mitad del lugar y en torno al cual se encendían las danzas comenzó a derretir los disfraces o a hacerlos intolerables, y el sabor de ese otro fuego que exalta las entrañas y alegra los corazones nos persuadió a abandonar el miedo. Primero empezaron a verse algunas colas (todos fingimos ignorarlas); luego algunas garras (algunos intercambiaron miradas, hicieron guiños); por último los picos, los ojos malignos, los cuernos, las escamas (ya un placer casi morboso fulguraba en las miradas).
Esa noche, mientras me tomaba un trago que dejaba un ligero sabor a jengibre en la boca y mientras el fuego me arrojaba las sombras extrañas de los monstruos que bailaban, sentí a mi espalda (nítido a pesar de los tambores) un susurro que me estremeció. Esa voz era demasiado conocida para mí, la voz aflautada y empalagosa de quien hacía varios días venía perfilándose como mi próximo tormento: era la Mujer Camaleón. Estuvo a mi espalda sólo dos segundos, me dejó en el oído una insinuación y volvió a la siniestra de su enorme semidiós. En vano busqué con la mirada a un testigo: nadie se dio cuenta, todos andaban atareados en la comida, en la bebida, en el baile, en el sudor. Los movimientos certeros y la habilidad mimética de la Mujer Camaleón le ayudaron a fundirse con el entorno. “Lamerás la miel de mi jardín: me lo ha dicho la luna”, había soltado en mi oído. Un terror de delicia anidó en mis entrañas. El calor aumentó. ¿Qué debía hacer? La respuesta era simple y, desde luego, fatal: esa noche yo tendría que cumplir con la profecía que me había revelado y buscaría lamer hasta la saciedad “la miel de su jardín”. Aquí conviene diferenciar las habilidades de la Mujer Camaleón con las mías. Yo también puedo mimetizarme con mi entorno para pasar desapercibido, como muchos
otros animales, lo cual es simple disimulo; sin embargo, tengo una capacidad adicional, esta sí ontológica: me puedo transformar casi en cualquier cosa. Puedo ser (y he sido) un mudo pez, un ser humano, la llama del fuego, la sangre en tus venas, la mujer que amas, el árbol sobre el que juegan los niños, la nube que descarga la lluvia sobre ese árbol, esa lluvia, un pájaro…
Créeme lector: transformarse en un objeto o en una persona no es imposible. Existen tres rutas para lograrlo. La primera es la brujería: nada vale el costo exagerado de ese método y te aconsejo que nunca lo pagues. La segunda es hipotética y sólo sería posible para una inteligencia infinita: habría que comprender a cabalidad, hasta el último átomo, la naturaleza del ser en el cual nos hemos de transformar (no he conocido a nadie con esa capacidad). La tercera es la que podemos llevar a cabo y es una magia que sí recomiendo: debemos intuir a la persona o cosa en la cual nos queremos transformar. Intuirla, presentirla, degustarla. Eso basta.
Diez pasos desde mi punto hasta donde estaba la Mujer Camaleón junto a su coloso. Muchas cosas poblaban esos diez pasos: mesas con zapotes, aguacates y frutas de otros mundos, mesas con bebidas perfumadas en el infierno, mesas con monstruos (muchos monstruos), el fuego alrededor del cual los bailarines sostenían el cosmos con sus pasos de baile mientras el aire palpitaba de tambores y acordeones. Como el relato es breve y mi ocio es largo, perderemos unos minutos para improvisar un par de líneas sobre algunas de las fieras en las que me transformé.
Caminé sigiloso y me senté junto al Mono Aye-Aye. Pequeño, cínico, bribón, encantador. Cuenta la leyenda que alguna vez dio un orgasmo sólo con un beso a una paloma frígida mientras usó sus cuatro patas libres para dar placer clandestino a una caracola, a una araña, a un alacrán y –lo que acaso sea más misterioso– a una humana. Cuando en una fiesta veía a alguien que cometía la indiscreción de ser una hembra, olvidaba que el universo ofrecía millones de actividades distintas a esa que se encajaba justo en la mitad de su perversión. Se creía incapaz de lidiar con el compromiso; lo que acaso ocurría era que le aterraba lidiar con el dolor. Había llegado a la fiesta balanceándose entre matorrales y ahora estaba sentado frente al fuego, abanicándose con sus enormes orejas y bebiendo algo que casi era candela. No estaba tranquilo, por supuesto: sentado en una de las mesas con frutas extrañas, comía casi sin darse cuenta mientras estudiaba su entorno para emprender la cacería. Fui ese mono, fui su reflejo, y nadie me notó.
Luego pasé a otra mesa, la del Tucán Intelectual, quien tenía una capacidad infalible para elegir a la hembra capaz de enajenarlo y de aniquilarlo (la especie era lo de menos). Y si ella sola
fallaba en hacerlo, él se las arreglaba para convertirla, gradual y sutilmente, en su anhelado infierno. Sus hembras desiguales siempre tuvieron un rasgo en común: todas miraban a algún punto del abismo. Él creía que las salvaría y en el proceso siempre era él quien terminaba por caer. Llegó a la fiesta del avestruz con un ala rota de su última caída, y dispuesto a salvar a alguna hembra atormentada. Pese a reprobar los actos del Mono Aye-Aye, acababa por imitarlos: no parecía un hombre dueño de sus decisiones, era como si su destino actuara por él. La selva jamás vio un ser de mayor lealtad que el Tucán. Se sentó en la mesa que tenía las bebidas de azufre, no porque persiguiera la locura sagrada de la ebriedad, sino porque justo allí era más fácil encontrar a una de sus hembras malditas. Fui ese Tucán, fui su reflejo, y nadie me notó.
Había también un avestruz con migraña capaz de perforar y hacer sangrar los oídos de quienes escuchaban sus gritos, y con el anhelo de encontrar a un macho capaz de soportar sus golpizas; acaso si alguien le hubiera ofrecido un poco de ternura, eso habría bastado. Fui ese avestruz, fui su reflejo, y nadie me notó.
Un mapache, una morsa, un puercoespín que había adquirido cada espina en una batalla de amor, una bruja que llevaba del cabestro a su alce, aguacates, zapotes, limones y tomates… fui todo eso, fui su reflejo, y nadie me notó. Esa noche fui todo, porque quería tocar a la Mujer Camaleón. Pero cuando terminé de andar esos diez pasos casi infinitos y llegué al lugar, ya ella no estaba ahí. Había bajado las escalas que conducían a las cuevas subterráneas destinadas al amor clandestino y al amor mercenario. También yo bajé esas escalas. Pese a los tambores que llegaban desde arriba, no fue necesario esforzarme para escuchar cómo crujían la cama y los huesos de la Mujer Camaleón, cómo suspiraba cuando hurgaban en sus secretos y en su olor, cómo salía un ligero vapor de debajo de la puerta. Tomar una decisión es desechar un millón, irreal lector. Las razones de esa decisión casi nunca están claras, y en este momento no se me han revelado (podría ensayar varias hipótesis, pero no es el propósito de este relato). Así pues, esto fue lo que hice: me transformé en pulga para que nadie me notara, pasé por debajo de la puerta, entré a la cueva húmeda y oscura sofocada de gemidos, me paré en el hombro de la Mujer Camaleón y mientras ella llegaba al éxtasis yo bebí de su sangre caliente hasta la saciedad, hasta la ebriedad, hasta mi propio éxtasis. Podría acabar aquí la historia de esa noche, pero la acabaré en la siguiente línea (dejo al lector las elucubraciones).

Peregrinaje Virginal

Peregrinaje virginal

Fui virgen hasta una edad escandalosa. Mi plan era morir sin corregir tan depravada conducta, encerrado en una catedral con un órgano tubular de siete pisos y tocando las obras que Bach escribía cuando lograba abrirse paso por entre sus veinte hijos. Por fortuna (y por desgracia), resultó que mi talento no daba para tanto, y me di cuenta de ello justo cuando apareció la Mujer Camaleón.
Mi maestro Wolfgang había sido apuñalado hacía varios meses y yo acababa de escapar de una tribu caníbal del Darién. Era una tribu de renegados de otras tribus que adoraba a los pulpos. La noche que los conocí llegué a la playa cargando a mi maestro herido, y ellos lo rodearon con antorchas, le echaron semillas a sus heridas y lo soltaron en una balsa en el mar. En cuanto a mí, me llamaron “el hombre-pulpo de los corales”, por los tentáculos de mi cabeza y porque había salido por la parte del océano que da a los corales. Creyeron que era un dios, y como a tal me trataron por meses. No voy a contar todo lo que viví entre ellos, pues esa es otra historia. Bastará decir, por ahora, que uno de ellos casi me cuesta el pellejo, y luego me salvó la vida. Se llamaba Luwopu y, al igual que yo, estaba en esa edad en la que no sabemos si ya somos muchachos o sólo niños de genitales grandes. Hablar de las cosas que hemos sentido importa siempre algo de falsedad. Por lo tanto, dejaré para otra ocasión la descripción de mi tristeza y de mi rabia cuando mataron a Luwopu. Por ahora, me limitaré a decir que me quedé solo en una ciudad asesina, con el mar a un lado, la selva al otro, y con un gorro jamaiquino como única herramienta para disimular que soy un monstruo o –como dicen los adalides del lenguaje políticamente correcto–  “persona en situación de horripilancia” o “miembro de las engendritudes”.
No crea el lector que yo había sido negligente en la diligencia de deshacerme de mi triste y aparatosa virginidad. Sólo que la suerte no me sonreía, o cuando lo hacía estaba desdentada: la única mujer que había osado tocar mi hectocótilo casi se desmaya de horror y por poco me cuesta la vida, pues alertó a todo el mundo y empezaron a perseguirme para decapitarme y colgar mi cabeza en la pared de algún coleccionista de excentricidades. Y aunque yo aún no estaba tan desesperado como para acceder a las carnes de una monstrua, mi verdadera reserva en ese punto era la baja probabilidad de salir con vida tras un ritual de apareamiento. Alguna vez, en los muelles, mientras paseaba mi ebriedad a lo largo de la noche, una perrita callejera empezó a seguirme. Sí, pervertido lector: un pensamiento oscuro me atravesó… Supongo que ningún monstruo ortodoxo y ningún ser humano en sus cabales consideraría siquiera la idea de copular con un cánido. Pero yo no soy un humano, tampoco soy un monstruo ortodoxo, y creo que en ese momento no estaba en mis cabales. Así pues, traté de seducir al animalito en cuestión. ¿Qué sería más atractivo para una perra? Descarté el devorar mi propio vómito, porque algo de dignidad me quedaba, y también el olisquear el trasero de mis semejantes, porque no tengo semejantes. De modo que saqué mi hectocótilo al aire tibio de la noche y empecé a marcar mi territorio mientras miraba a la perrita y levantaba una ceja seductora. No sé qué tan certera sea mi lectura de la gestualidad canina, pero podría jurar que la perrita estaba desconcertada. Pese a mis invitaciones, ella perdió interés y fue en busca de un ladrido lejano. En vano ladré yo mismo: era tarde, ya se había perdido entre los muelles. Estas melancólicas experiencias me sirvieron para odiarme, lo cual es un excelente combustible para el movimiento.
En esa ciudad asesina, rodeada de una selva palpitante de murmullos, conocí a la Mujer Camaleón. La conocí en un lugar que, según una tradición ancestral, solía tener un compromiso con el conocimiento y que ahora, en un giro más rentable de la historia, es un brazo de grandes poderes mercantiles: me refiero, claro, a la universidad. No me interesaba graduarme de nada, y de todas formas mi condición de indocumentado no lo habría permitido (además, aunque sirva de poco, he tenido y tengo acceso de primera mano a las personas y hechos que mueven la historia del universo, de modo que un curso universitario no ejercitaría mis perplejidades). Fui a la universidad y me hice pasar por humano sólo con el propósito de probar el amor hasta las heces. Aunque hace unas líneas me haya demorado en un par de detalles, no estoy escribiendo una novela, así que apelo a la inteligencia del lector, a su imaginación y a las experiencias compartidas: sin demorarme mucho, diré que en la universidad oculté mi identidad, hice amigos, fumé cosas, me volví adicto al café y me dio por pensar obstinada y dolorosamente en la mujer de uno de los amigos que hice: un tipo ceñudo y enorme, quien después resultó ser un semidiós de insospechados poderes (de nuevo: esa es otra historia). Esa mujer era la Camaleón. Digamos, para usar un lugar común (y por lo tanto comprensible), que me enamoré. Pero, ¿qué oportunidad tenía un monstruo marino que no había conocido hembra frente a un semidiós que dos o tres veces por semana hacía crujir los huesos de la Mujer Camaleón? Entonces, sólo entonces, decidí tomar medidas desesperadas: para convertirme en un experto amante debía practicar con monstruas marinas: empecé a frecuentar un caluroso antro en el fondo del mar.
Era el lugar más mugroso del océano, pero debía su masiva clientela al hecho de que no abundan este tipo de cuchitriles. El bar se llamaba el “submarino amarillo”. Era grande, como una sala de teatro, y además de las mesas y sillas oxidadas, tenía habitaciones y camarotes en los que podía ocurrir cualquier cosa, dependiendo de lo que se le pagara al barman, que era un tiburón martillo con quien tuve un pleito en la niñez, y quien aún me era fiel en su animadversión. Se llamaba Ananías. Su cardumen de tiburones se había apropiado del bar de manera ilegítima y violenta, y lo había escriturado con la ayuda de un abogado en traje de buzo, un tal De la Espriella. En fin. No me agradaban los tenebrosos dueños del bar. En cuanto a las muchedumbres, suelo preferir la soledad porque ahí sólo tengo que lidiar con una estupidez: la mía. Sin embargo, otro afán me empujaba: convertirme en un dios sexual para esclavizar a la Mujer Camaleón; o puedo decir, para sonar menos como un machista iluso, que estaba enamorado y no quería quedar como un corderito en las lides del sudor (en otra ocasión estudiaremos ambos motivos y decidiremos cuál es más pueril. Por ahora, sigamos).
Una falla geológica cercana al submarino amarillo casi convertía su oxidado armazón de metal en un horno subacuático. Pero también le daba su atractivo principal: “el buscapleitos”, un trago hecho con magma fresco y sangre de cangrejo abisal. Después de un par de buscapleitos, la vida solía abrir abanicos de posibilidades insospechadas. Y eso ocurrió.
Una noche el lugar estaba repleto de monstruos y fieras submarinas. Las sardinas iban de un lado a otro, siempre en grupo; las anguilas chisporroteaban sobre una mesa; un gringo muy tonto, cuadrado, amarillo y con dos dientes salidos, estaba borracho y cabizbajo en la barra después de haber importunado a todo el mundo y de haberse ganado el puñetazo de un monstruo severo, con barbas de tentáculos y casi tan antiguo como el tiempo. Yo miraba a todos los circundantes y pese a que entre las anguilas había una que me recordaba a Maribel (la que me besó por primera vez) no había en realidad nadie que me interesara. Entonces una tortuga que yo no había visto nadó hasta mi lado y se sentó sobre una anémona. Cuando empezó a hablarme, jamás creí que tuviera intenciones distintas a las de distraerse. Tomamos varios buscapleitos mientras yo veía sus arrugas milenarias y su piel áspera y marchita. Supe que se llamaba Casiopea, que era viuda y que tenía nostalgia del fuego y del amor. He aquí lo que pasó:
Ella dijo “muchacho, veo en tu cara un destino
Muy parecido al del mar y al del errante marino,
Muy parecido al de aquel que se cruzó en mi camino,
Y que llenó mis noches de estrellas y desatinos.

¿Por qué no vienes conmigo, justo atrás de mi casa?
Yo conoceré tu ombligo, luego vemos qué pasa.
Seremos buenos amigos, temblará a mi coraza.
Quiero vibrar de nuevo, aunque esté como una pasa”.

Llegamos al lugar, sigilosos como un reflejo.
Yo estaba temblando y asustado como un conejo.
Esa noche sentí un refrán en mi propio pellejo:
Que el diablo no sabe más por diablo sino por viejo.

Si hay alguno que no crea, lo reto a que lo intente:
La pericia de una boca sin que estorben los dientes.
Y ella dele y dele con intensidad inclemente,
Yo me retorcía como una anguila en la corriente.

Así, entre espasmos secos de dolor y de placer
Recordó ella a su Tortugo, y yo añoré a una mujer,
Una Camaleona que se dejara querer.

Ahí se fue la primera cuota de mi virginidad. Pero, por supuesto, eso no bastaba. Además, en la universidad, la mujer de mi amigo arreciaba las miradas furtivas. Aclaro que yo no sabía que ella era una Mujer Camaleón, aunque lo sospechaba. Como fuera, ella se las arreglaba para rozarme con intención, para mirarme, para dolerme en las tripas. Con ese dolor al que me estaba volviendo adicto, me sumergía en el mar y me iba al submarino amarillo en busca de algo que rellenara ese boquete en mis entrañas. Y una noche de esas, se escuchó por encima de la música el mugido menesteroso que venía de afuera, de las entrañas también vacías de la vaca marina. Muuuuuu, decía, y se asomaba por las ventanas del submarino. Nos miramos y cada uno vio en la cara del otro a un ser en la indigencia sentimental. Pagué y salí a su encuentro. La seguí a los arrecifes de coral, y esto aconteció:
Triste y sola, mugía, ¡oh!, la vaca
Resignada al cariño de una noche.
Era el amor en su pecho un derroche,
Pero nadie la amaba, suerte opaca.

Aunque pesaba, ¡oh!, trescientos kilos,
Sabía moverlos con gran destreza,
Parecían gramos, ¡qué ligereza!
Nos rodeaban de corales los filos

Mis rodillas quedaron laceradas
Por corales y amores sin amor
Y por sus contorsiones desalmadas

Cuánto sufrí por quitarme ese olor
De caricias, no mías, sino prestadas.
Nada había mío, salvo el dolor.


Ahí se fue la segunda y última cuota de mi virginidad. Ya esta historia no da para más líneas y a estas alturas sobra cualquier comentario. Sin embargo, me permitiré uno cursi para cerrar: hubiera dado cualquier cosa por convertir todos esos desvaríos en un solo abrazo de la Mujer Camaleón. 



miércoles, 8 de enero de 2014

La Isla Negra

La isla negra

Todo empezó una noche en la que se fue al traste la vida que yo había forjado (y algo más importante comenzó). Fue en un bar, en el pacífico. Me senté junto a la barra. Había un busto de algún militar olvidado sobre el que las moscas dejaban sus secreciones. Alguien le había puesto un gorro de navidad, aunque estábamos a mediados de septiembre. En el bar de Tarro ya me conocían y me habían endosado el apodo de "el mugrete desangarillado". No me malquerían, me daban ron, me hacían cantar y me daban pésimos consejos sobre mujeres (yo no lo sabía, las prostitutas del lugar me decían que eran pésimos). Cuatro o cinco mesas mal puestas en desorden, una barra pequeña y más gente de la que en verdad cabía, era todo lo que el bar de Tarro tenía. En las pausas en que los marineros dejaban de tocar para atragantarse de ron, llegaba desde algún lugar de la noche el ruido del choque de los barcos en el atracadero. Adentro vivíamos envueltos en murmullos, en el tintineo de las copas, en el siseo de los zapatos arrastrando arena en una baldosa siempre mugrienta y en los escupitajos de los cantantes antes de reanudar la música. Resulta que hacía varias noches, una de aquellas mujeres, harta quizá de recibir besos de bocas desdentadas y eyaculaciones apresuradas de cuerpos sucios, me miraba con interés y me hacía preguntas sobre mi extraño peinado (para disimular mis tentáculos, me los agarraba con una banda atrás y me ponía un enorme gorro con los colores de Jamaica). En un rincón, un viejo, el viejo Wolfgang, colosal y del color de la noche, callaba y bebía con la sonrisa maliciosa del que sabe más y dice menos. Todos lo respetaban, y no había pieza que tocaran sin su aprobación. Por lo demás, él no tomaba muy en serio esas zalamerías, sólo les seguía la corriente, pues tratar de mostrarse modesto habría sido quizá una exhibición de soberbia. Esa noche, aquella mujer, que se sabía todas las canciones de los marineros en todos los idiomas, se había sentado a mi lado y estaba ya inclinándose demasiado hacia mí. Sus manos, en las que tintineaban unas pulseras baratas, empezaron a acariciar mis muslos. Yo temblaba. Estaba excitado, claro, pero demasiado asustado. Si yo fuera como un hombre normal, creo que no me habría preocupado. Pero eso que tengo entre las piernas empezó a serpentear, desesperado, y justo cuando ella posó su mano sobre mi pantalón, mi hectocótilo trató de enroscarse en su muñeca. Ella dio un alarido, horrorizada, y saltó hacia atrás, derribando una mesa completa y mostrando unos calzones rojos en la caída.
Sobra decir que correr no es mi fuerte: soy cojo de nacimiento. Sin embargo, en medio de la confusión y de la algarabía, y mientras la mujer trataba de explicar a los gritos lo que había pasado, logré escurrirme pegado a la pared y alcancé a salir al frío de la noche. Empecé a caminar rápido pero sin correr, con la intención de alcanzar el muelle. Estaba lloviendo y mis pies y el bastón se hundían en el lodo de las calles sin pavimentar. Al frente venían unos pescadores cantando a gritos, sin tocar la guitarra que uno de ellos llevaba en la mano. No tenía de qué preocuparme, pues ellos no sabían nada, pero a mi espalda, en la puerta del bar, se agolpó una muchedumbre que gritaba para que no me dejaran escapar. Entonces los que venían cambiaron su actitud de fiesta y sacaron sus cuchillos. Tenía cerrado el paso hacia el muelle. Empecé a correr hacia la izquierda por un callejón, perseguido por gritos, luces de linternas y fierros de destazar tiburones. Aproveché los recovecos y los giros de las calles, pero por desgracia el muelle no es infinito (o no de la forma que yo necesitaba), y a medida que avanzaban los minutos la turba empezaba a sacudirse el estupor y a planear con claridad una estrategia. Escondido bajo unas escalas, los oí confabular: hicieron varios grupos y los mandaron por todos los flancos posibles. Me tenían acorralado. Entonces oí un "pss-pss" y adiviné en la oscuridad una puerta abierta. Decidí que era preferible esa opción a la de los marineros furiosos. Entré a un lugar caliente y oscuro, sin poder ver nada. Sólo oí un shhh, y me quedé muy quieto. Luego un susurro me indicó que lo siguiera en las tinieblas. No supe que era Wolfgang porque nunca lo había oído hablar. Pero sí: era él.
No lo descubrieron y desde luego nadie sospechó de él cuando salió del callejón, se paró frente a la turba y levantó un brazo para señalar el norte. Una vez se habían ido todos, salí del escondite y salté al mar. Antes de sumergirme, me quité la ropa para que no me estorbara (los únicos seres que he visto vestidos en las profundidades, son los buzos y una que otra pudorosa sirena). Desde entonces, varias veces a la semana, nos encontrábamos el viejo y yo en el muelle húmedo y oscuro, en las noches sin luna, para intercambiar historias: él, sobre su mundo de altamar, y yo, sobre las maravillas del fondo del océano. Él se sentaba en el borde del muelle y dejaba colgar las piernas, balanceándolas a veces, mientras le sacaba lamentos a un acordeón, y a duras penas lograba ver mi cabeza flotando en un mar negro. Al principio (sobre todo después de la persecución) yo no salía y me quedaba flotando y mirándolo desde el mar, pero de pronto, sin saber cuándo, me vi pidiéndole ropa para poder sentarme a su lado y poder beber las músicas y las historias que (según él mismo) eran las que en verdad lo habían hecho viejo mientras lo arrugaban los años. Jamás se quitaba su pipa de la boca como no fuera para echarle una nueva picadura. Estaba encorvado como un gancho, con unos copos de nieve crespa en su cabeza, y cantaba cada canción con una voz distinta pero suya, como si una multitud habitara en su garganta. Wolfgang no tocaba muy bien, porque tocar bien no es cuestión de talento, sino de mera aplicación, y eso era algo que a su edad lo tenía sin cuidado. Hasta entonces, mis ejercicios musicales se habían reducido a cantar borracho para un grupo de borrachos (ejercicios gratos, desde luego). Pero el viejo Wolfgang, con su andar cansado, me mostró de qué estaban hechas las canciones con las que las prostitutas condescendían al llanto, o qué truco había en las tonadas que se adherían a la mente a veces hasta lo empalagoso, o el poder fuerte y sencillo de hilar dos acordes en una melodía sabia. De él aprendí que un acordeón es un instrumento que tiene caprichos de amante histérica.
El viejo Wolfgang era un hombre solitario. Yo era su único amigo, y una viuda con la que a veces ejercía una galantería desenfadada de viejo. La visitaba y le llevaba la pesca del día, y la mujer se encargaba de prepararla y de venderla en un restaurante sobrevolado por las moscas. Gracias a eso ella podía sobrevivir. Se llamaba Osiris, como la deidad egipcia, y su cuerpo ya un poco abultado era como una ciudad imponente en ruinas: uno podía percibir cuán bella había sido. Osiris se contoneaba, casi siempre cantando algo alegre, y el viejo la miraba desde unos ojos remotos y agradecidos. Ella era el día, y él la noche. Nunca hablaba de ella: era como un tesoro que no quería mancillar de palabras. Tampoco se fueron a vivir juntos, "para saborear mejor el pecado", decía él.
El día que ella murió, Wolfgang fue al funeral vestido de blanco. Luego asistió a su cita conmigo puntualmente. Al final del encuentro (él nunca lo vio como una clase), cantó Summertime. Sólo entonces lloró. Lo hizo sin pudores y sin orgullo. No recuerdo haber oído un canto más bello que el suyo aquella noche. Después tocamos un aire francés en el acordeón (en los puertos se aprende que todos los países son nuestra patria). Fumé de su pipa. Ese día le dije a Wolfgang mi verdadero nombre. Pocos lo saben y, por supuesto, no es Pulpomán.
Una noche llegué al muelle nadando entre sargazos y abriéndome paso en la oscuridad de la vegetación marítima, y entonces, justo antes de asomar mi cabeza a la superficie, escuché el ruido de un chapuzón y vi un bulto que se hundía lento y silencioso, dejando una estela de burbujas diminutas que salían del aire de la ropa. La luna iluminaba las burbujas, era muy bello. A pesar de la luna llena, tuve que acercarme por completo para saber que era una persona. Cuando le di la vuelta encontré la cara de Wolfgang. En sus ojos abiertos no había miedo, sino una tristeza insondable como el mar. Yo hubiera querido saber qué estaba pensando, o qué recuerdos habían acudido a su partida de este mundo. Sólo entonces vi también la estela de sangre que le manaba del vientre y se confundía con la corriente. Era como la tinta que soltamos los pulpos en el agua oscureciéndolo todo. No tardarían los tiburones, pero no podía salir con él cerca de ahí (quizá sus asesinos seguían merodeando), de modo que me lo llevé un poco más lejos... en mis entrañas sentía un nudo de víboras.
De haber sido una muerte clásica, aburrida, en un lecho sin gracia, lo habría dejado ir. Pero la muerte infame que le quisieron dar (y que él habría considerado gloriosa) no me dejaba alternativa: lo llevé al golfo donde habitaba una tribu de renegados de otras tribus caníbales. Sabían cosas. Salí del mar con Wolfgang en brazos. Sus ojos ya no estaban abiertos, chorreaba sangre con agua y el peso de la muerte había empezado a dificultar aún más mi renquera. Vi una fogata cerca a la playa. Allá estaban los miembros de la tribu reunidos entre tambores, saltos y plumajes. Tan pronto como lograron definir mi figura en la oscuridad, se prosternaron ante mí (después supe que para ellos el pulpo es un animal sagrado… durante un tiempo me tuvieron por un dios, pero esa es otra historia). Dejé a Wolfgang en el suelo, junto al fuego, y ellos entendieron. El chamán, pesado, redondo y tuerto, tomó unas semillas y las puso en las heridas del vientre. Su cara pintada parecía la de un pez globo por los reflejos del fuego. Cubrió el cuerpo con una ligera capa de tierra mientras murmuraba oraciones en su lengua. Finalmente lo acostaron en una balsa con cuatro antorchas y lo soltaron a la deriva en el mar. Se fue metiendo mar adentro, noche adentro, hasta perderse muy lejos.
No mucho tiempo después, empezaron a oírse cuentos de marineros sobre una isla que tenía la forma de un hombre. Las semillas del chamán crecieron hacia arriba en una vegetación frondosa  y hacia abajo en unos juncos que se aferran al suelo, se alimentan de él y lo sueltan. Que está viva esa isla, dicen, y que viaja por los cinco continentes. Alguna vez di con ella, pero esa es otra historia…