jueves, 11 de junio de 2015

Peregrinaje Virginal

Peregrinaje virginal

Fui virgen hasta una edad escandalosa. Mi plan era morir sin corregir tan depravada conducta, encerrado en una catedral con un órgano tubular de siete pisos y tocando las obras que Bach escribía cuando lograba abrirse paso por entre sus veinte hijos. Por fortuna (y por desgracia), resultó que mi talento no daba para tanto, y me di cuenta de ello justo cuando apareció la Mujer Camaleón.
Mi maestro Wolfgang había sido apuñalado hacía varios meses y yo acababa de escapar de una tribu caníbal del Darién. Era una tribu de renegados de otras tribus que adoraba a los pulpos. La noche que los conocí llegué a la playa cargando a mi maestro herido, y ellos lo rodearon con antorchas, le echaron semillas a sus heridas y lo soltaron en una balsa en el mar. En cuanto a mí, me llamaron “el hombre-pulpo de los corales”, por los tentáculos de mi cabeza y porque había salido por la parte del océano que da a los corales. Creyeron que era un dios, y como a tal me trataron por meses. No voy a contar todo lo que viví entre ellos, pues esa es otra historia. Bastará decir, por ahora, que uno de ellos casi me cuesta el pellejo, y luego me salvó la vida. Se llamaba Luwopu y, al igual que yo, estaba en esa edad en la que no sabemos si ya somos muchachos o sólo niños de genitales grandes. Hablar de las cosas que hemos sentido importa siempre algo de falsedad. Por lo tanto, dejaré para otra ocasión la descripción de mi tristeza y de mi rabia cuando mataron a Luwopu. Por ahora, me limitaré a decir que me quedé solo en una ciudad asesina, con el mar a un lado, la selva al otro, y con un gorro jamaiquino como única herramienta para disimular que soy un monstruo o –como dicen los adalides del lenguaje políticamente correcto–  “persona en situación de horripilancia” o “miembro de las engendritudes”.
No crea el lector que yo había sido negligente en la diligencia de deshacerme de mi triste y aparatosa virginidad. Sólo que la suerte no me sonreía, o cuando lo hacía estaba desdentada: la única mujer que había osado tocar mi hectocótilo casi se desmaya de horror y por poco me cuesta la vida, pues alertó a todo el mundo y empezaron a perseguirme para decapitarme y colgar mi cabeza en la pared de algún coleccionista de excentricidades. Y aunque yo aún no estaba tan desesperado como para acceder a las carnes de una monstrua, mi verdadera reserva en ese punto era la baja probabilidad de salir con vida tras un ritual de apareamiento. Alguna vez, en los muelles, mientras paseaba mi ebriedad a lo largo de la noche, una perrita callejera empezó a seguirme. Sí, pervertido lector: un pensamiento oscuro me atravesó… Supongo que ningún monstruo ortodoxo y ningún ser humano en sus cabales consideraría siquiera la idea de copular con un cánido. Pero yo no soy un humano, tampoco soy un monstruo ortodoxo, y creo que en ese momento no estaba en mis cabales. Así pues, traté de seducir al animalito en cuestión. ¿Qué sería más atractivo para una perra? Descarté el devorar mi propio vómito, porque algo de dignidad me quedaba, y también el olisquear el trasero de mis semejantes, porque no tengo semejantes. De modo que saqué mi hectocótilo al aire tibio de la noche y empecé a marcar mi territorio mientras miraba a la perrita y levantaba una ceja seductora. No sé qué tan certera sea mi lectura de la gestualidad canina, pero podría jurar que la perrita estaba desconcertada. Pese a mis invitaciones, ella perdió interés y fue en busca de un ladrido lejano. En vano ladré yo mismo: era tarde, ya se había perdido entre los muelles. Estas melancólicas experiencias me sirvieron para odiarme, lo cual es un excelente combustible para el movimiento.
En esa ciudad asesina, rodeada de una selva palpitante de murmullos, conocí a la Mujer Camaleón. La conocí en un lugar que, según una tradición ancestral, solía tener un compromiso con el conocimiento y que ahora, en un giro más rentable de la historia, es un brazo de grandes poderes mercantiles: me refiero, claro, a la universidad. No me interesaba graduarme de nada, y de todas formas mi condición de indocumentado no lo habría permitido (además, aunque sirva de poco, he tenido y tengo acceso de primera mano a las personas y hechos que mueven la historia del universo, de modo que un curso universitario no ejercitaría mis perplejidades). Fui a la universidad y me hice pasar por humano sólo con el propósito de probar el amor hasta las heces. Aunque hace unas líneas me haya demorado en un par de detalles, no estoy escribiendo una novela, así que apelo a la inteligencia del lector, a su imaginación y a las experiencias compartidas: sin demorarme mucho, diré que en la universidad oculté mi identidad, hice amigos, fumé cosas, me volví adicto al café y me dio por pensar obstinada y dolorosamente en la mujer de uno de los amigos que hice: un tipo ceñudo y enorme, quien después resultó ser un semidiós de insospechados poderes (de nuevo: esa es otra historia). Esa mujer era la Camaleón. Digamos, para usar un lugar común (y por lo tanto comprensible), que me enamoré. Pero, ¿qué oportunidad tenía un monstruo marino que no había conocido hembra frente a un semidiós que dos o tres veces por semana hacía crujir los huesos de la Mujer Camaleón? Entonces, sólo entonces, decidí tomar medidas desesperadas: para convertirme en un experto amante debía practicar con monstruas marinas: empecé a frecuentar un caluroso antro en el fondo del mar.
Era el lugar más mugroso del océano, pero debía su masiva clientela al hecho de que no abundan este tipo de cuchitriles. El bar se llamaba el “submarino amarillo”. Era grande, como una sala de teatro, y además de las mesas y sillas oxidadas, tenía habitaciones y camarotes en los que podía ocurrir cualquier cosa, dependiendo de lo que se le pagara al barman, que era un tiburón martillo con quien tuve un pleito en la niñez, y quien aún me era fiel en su animadversión. Se llamaba Ananías. Su cardumen de tiburones se había apropiado del bar de manera ilegítima y violenta, y lo había escriturado con la ayuda de un abogado en traje de buzo, un tal De la Espriella. En fin. No me agradaban los tenebrosos dueños del bar. En cuanto a las muchedumbres, suelo preferir la soledad porque ahí sólo tengo que lidiar con una estupidez: la mía. Sin embargo, otro afán me empujaba: convertirme en un dios sexual para esclavizar a la Mujer Camaleón; o puedo decir, para sonar menos como un machista iluso, que estaba enamorado y no quería quedar como un corderito en las lides del sudor (en otra ocasión estudiaremos ambos motivos y decidiremos cuál es más pueril. Por ahora, sigamos).
Una falla geológica cercana al submarino amarillo casi convertía su oxidado armazón de metal en un horno subacuático. Pero también le daba su atractivo principal: “el buscapleitos”, un trago hecho con magma fresco y sangre de cangrejo abisal. Después de un par de buscapleitos, la vida solía abrir abanicos de posibilidades insospechadas. Y eso ocurrió.
Una noche el lugar estaba repleto de monstruos y fieras submarinas. Las sardinas iban de un lado a otro, siempre en grupo; las anguilas chisporroteaban sobre una mesa; un gringo muy tonto, cuadrado, amarillo y con dos dientes salidos, estaba borracho y cabizbajo en la barra después de haber importunado a todo el mundo y de haberse ganado el puñetazo de un monstruo severo, con barbas de tentáculos y casi tan antiguo como el tiempo. Yo miraba a todos los circundantes y pese a que entre las anguilas había una que me recordaba a Maribel (la que me besó por primera vez) no había en realidad nadie que me interesara. Entonces una tortuga que yo no había visto nadó hasta mi lado y se sentó sobre una anémona. Cuando empezó a hablarme, jamás creí que tuviera intenciones distintas a las de distraerse. Tomamos varios buscapleitos mientras yo veía sus arrugas milenarias y su piel áspera y marchita. Supe que se llamaba Casiopea, que era viuda y que tenía nostalgia del fuego y del amor. He aquí lo que pasó:
Ella dijo “muchacho, veo en tu cara un destino
Muy parecido al del mar y al del errante marino,
Muy parecido al de aquel que se cruzó en mi camino,
Y que llenó mis noches de estrellas y desatinos.

¿Por qué no vienes conmigo, justo atrás de mi casa?
Yo conoceré tu ombligo, luego vemos qué pasa.
Seremos buenos amigos, temblará a mi coraza.
Quiero vibrar de nuevo, aunque esté como una pasa”.

Llegamos al lugar, sigilosos como un reflejo.
Yo estaba temblando y asustado como un conejo.
Esa noche sentí un refrán en mi propio pellejo:
Que el diablo no sabe más por diablo sino por viejo.

Si hay alguno que no crea, lo reto a que lo intente:
La pericia de una boca sin que estorben los dientes.
Y ella dele y dele con intensidad inclemente,
Yo me retorcía como una anguila en la corriente.

Así, entre espasmos secos de dolor y de placer
Recordó ella a su Tortugo, y yo añoré a una mujer,
Una Camaleona que se dejara querer.

Ahí se fue la primera cuota de mi virginidad. Pero, por supuesto, eso no bastaba. Además, en la universidad, la mujer de mi amigo arreciaba las miradas furtivas. Aclaro que yo no sabía que ella era una Mujer Camaleón, aunque lo sospechaba. Como fuera, ella se las arreglaba para rozarme con intención, para mirarme, para dolerme en las tripas. Con ese dolor al que me estaba volviendo adicto, me sumergía en el mar y me iba al submarino amarillo en busca de algo que rellenara ese boquete en mis entrañas. Y una noche de esas, se escuchó por encima de la música el mugido menesteroso que venía de afuera, de las entrañas también vacías de la vaca marina. Muuuuuu, decía, y se asomaba por las ventanas del submarino. Nos miramos y cada uno vio en la cara del otro a un ser en la indigencia sentimental. Pagué y salí a su encuentro. La seguí a los arrecifes de coral, y esto aconteció:
Triste y sola, mugía, ¡oh!, la vaca
Resignada al cariño de una noche.
Era el amor en su pecho un derroche,
Pero nadie la amaba, suerte opaca.

Aunque pesaba, ¡oh!, trescientos kilos,
Sabía moverlos con gran destreza,
Parecían gramos, ¡qué ligereza!
Nos rodeaban de corales los filos

Mis rodillas quedaron laceradas
Por corales y amores sin amor
Y por sus contorsiones desalmadas

Cuánto sufrí por quitarme ese olor
De caricias, no mías, sino prestadas.
Nada había mío, salvo el dolor.


Ahí se fue la segunda y última cuota de mi virginidad. Ya esta historia no da para más líneas y a estas alturas sobra cualquier comentario. Sin embargo, me permitiré uno cursi para cerrar: hubiera dado cualquier cosa por convertir todos esos desvaríos en un solo abrazo de la Mujer Camaleón. 



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